ANOTACIONES Y UNAS FLORES
MÓNICA MILLÁN
NOVIEMBRE 2019
El jardinero acaba de arreglar su jardín y se avecina una tormenta. El jardín es geométrico, aunque no rígido; tierras violáceas y verde enebro se inmiscuyen en las raíces de las plantas que ahí reverdecen y los frutos y las flores parecen golosinas y artilugios del color. Aquí y allá se esparcen brillos de un paisaje fantasioso que suena a selva pero también a bijouterie de niña que juega en la siesta de provincia. Los bordes de cada parcela han sido señalados por el paso sostenido y breve del jardinero que ahora avizora la tormenta. No es una tormenta cualquiera: trae rayos negros y polvos rojos y amarillos, está hecha de fauces y escondrijos, se desgrana en gotas densas para luego recuperar su cohesión con una cabriola de ciclón omnívoro. Desde el interior de su casa el jardinero se pregunta cuánto tardará la tormenta en llegar a su jardín. Encaramado al alféizar de la ventana vigila el terreno que ha sembrado con paciencia y voluntad de hormiga. Observa la distribución de las parcelas y se complace en ese aspecto de caja abierta, de pestañas desplegadas como orejas de animales que perciben la murmuración de los páramos y de la noche. Se detiene en el estanque de aguas mansas circundado por una verja con soles incrustados. ¿De eso se trata? ¿Atrapar el sol? ¿Será acaso su jardín un gran atrapasoles? ¿Y de qué latitudes proviene este sol? En su inminencia la tormenta agita las aguas del estanque y es una inquietud de alas de colibrí la que siente el jardinero. En el interior luminoso de la casa las tierras de colores se apilan en estantes, disponibles para el abono del terreno. Hay un florero ancho y almohadillado sobre un pequeño banco de lenguas irisadas. Allí las flores son cabellera de medusa, serpientes amazónicas. Mira el jardinero el diseño simétrico de las frazadas que se acumulan en la casa sobre cama y sillón, detrás del florero, plegadas amorosamente sobre la mesa. Han abrigado cuerpos de todas las edades, en casas humildes y en calles. Y aún son capaces de abrigar.
El jardinero sabe muchas cosas. Sabe de los ritmos del sembrar y de la poda. De la mutación y la mudanza. De los terrenos que se trasladan con los cuerpos como una mochila memoriosa. Lo que el jardinero no sabe es que la tormenta tiene ojos.
El ojo de la tormenta es el lugar más calmo. Intersticio desde donde se puede atisbar al jardinero y su jardín. Tregua. Pero casi no hay claros en este bosque crispado. En los pocos que hay, bollan alrededor restos de cosas arrancadas de la tierra y sus dominios. Candelabros y espejos, gualichos y revelaciones. El sino de la tormenta es arremeter, avanzar con furor, batir a fondo. Agotar el terreno con gestos de carbón áspero. Como en la construcción de un jardín, también la tormenta trabaja por capas. Y cada capa llega para hacer de la anterior sedimento barroso de lo que vendrá, arriba como un extranjero que desconoce el idioma pero aun así brama sin timidez. Esta tormenta puede ser monstruosa: no es lluvia sino clavos lo que acarrea. Espinas de peces abisales. Y sobre todo transporta mucho polvo, tiza de miles de caminos que el sol resecó hasta quebrarlos. Tiene un pelaje de erizo. Un pelambre pelo-alambre. Y un furor festivo la agita desde el centro hacia los bordes y desde los bordes más allá de la mirada. La tormenta sabe que el jardín podría resultar una amenaza: ¿le obligará a bajar la voz, a ordenar su esqueleto, a andar despacio y adecuarse a los límites? La tormenta recuerda que en el principio sus coordenadas fueron grilla y geometría, recuerda las franjas ordenadas del paisaje en que nació. Y cómo después tuvo la imperiosa necesidad del movimiento, de meter el horizonte en una batidora. Sin embargo en ese movimiento omnipresente hay anclas, hay candelabros, hay lazos, nunca correas.
El jardinero y la tormenta se miran. Se miden. El primero desde la ventana, junto a su jardín estremecido de plegaria y dulzura, el otro desde el tumulto de un cielo centellante. Falta poco. Y se preguntan ¿saldrán ilesos, los dejará fortalecidos el encuentro?
Una suricata entra en escena. Hastiada del desierto busca un sitio más próspero para asentar su colonia. Se yergue sobre una elevación del terreno, justo en el medio entre jardinero y tormenta. Observa en derredor. Evalúa. Percibe en el aire una ebullición de estímulos, una tierra que late generosa bajo sus patas. Corre a buscar a su prole. Les va a dar la buena nueva: que encontró un nuevo hogar y que es fabuloso.
El jardinero: Mónica Millán /La tormenta: Ignacio Valdéz / La suricata: Verónica Gómez
Verónica Gómez
Buenos Aires, noviembre de 2019